El un lugar donde prefiero no acordarme, las personas ciegas las llevan al vestíbulo de la Gran Mezquita, para que pasen el día. Allí rezan, y también reciben peticiones de rezos. Algunos de los ciegos los consideran sabios y se les pide consejo. Un turista estuvo una semana recogiendo consejos. Esta es la historia de los ciegos sabios.

26 octubre 2007

La Madre de todas las Batallas: El colesterol


Me dirigí en la única dirección que puede ir un turista: hacia donde va la multitud. Y la multitud se dirigía en masa hacia la Gran Mezquita o hacia las tiendas (zocos) que las rodeaban. El tráfico rodado era una amalgama de vehículos varios, de todas las edades y en todos los estados (desde la pura chatarra al último modelo de una gran marca que todavía no ha llegado a Europa), y, por supuesto, modernos autocares con turistas.
Pasé la explanada previa a la puerta de la Gran Mezquita, con miedo, era consciente que entraba en un mundo que no era el mío, que lo que para aquellas personas era un lugar sagrado, para los extranjeros era un simple lugar de justificación de los miles de kilómetros recorridos, cuando no un sitio motivo de chirigota. Allí estaba mi miedo, que aquellas personas devotas pensaran que yo era un turista de esos que se lo toman todo a cachondeo, o que ven en cualquier rincón, por sagrado que sea, un motivo de risa. Y no era el caso, mi caso es el de un visitante deseoso que entender algo, algo que a los occidentales se nos ha escapado.
En la entrada de la Gran Mezquita hay un largo pasillo, donde a los ciegos los dejan sentados todo el día, allí rezan, y las gentes del lugar se les acercan para que recen por ellos o por algo. Algunas de aquellas personas ciegas era consideradas muy sabias y se les pedía consejo.
Estuve andando por el interior de la Gran Mezquita. Estuve observándolo todo una gran atención, como esperando que lo que mi vista veía y lo que mis oídos oían, le sirviera a mi intelecto para entender más.
Un grupo de estudiosos del Corán me invitaron a sentarme con ellos, no me pude negar. Me encontré sentado con personas que escuchaban detenidamente a un anciano y sabio hombre, que era el que daba las enseñanzas, pero a su lado también había otro que también hablaba, que llevaba una mantellina blanca sobre la cabeza. Sentí algo especial, noté una sensación de bienestar, me relajé, y escuche... naturalmente, sin entender absolutamente nada.
Estuve toda la tarde allí sentado, junto a un hombre que de vez en cuando me mostraba la línea del Corán que estaba leyendo. Todos, oyentes, hablantes y eruditos, me miraban con interés y con cariño, les hubiera encantado hablar mi idioma para explicarme lo que con tanta devoción estudiaban, y a mi me hubiera encantado saber algo del suyo para enterarme de algo de lo que con tanta devoción estudiaban.
Cuando me dirigía a la salida, me encontré con un chico joven, vestido con una tosca bata, recién lavado, (aún se le veía agua en sus cabellos). Era europeo, superconvencido de haber encontrado su religión, su fe, su vida. Mientras me hablaba, me daba cuenta que aquel chico había dedicado años estudiando y profundizando en el saber religioso. Lo vi capaz de todo, de hacer cualquier cosa que se le mandase. Me lo imaginé en primera línea de un ejercito, dispuesto a librar la Madre de todas las Batallas.
Yo, prudentemente, inicié rumbo de regreso al hotel, dispuesto a librar mi particular guerra contra el colesterol.